Mirella a cuerpo entero
Publicado en: Entre gallos y media noche (2023)
La cuarentena se le antojaba larga y pesada. Su vida, la vida de todos, había cambiado completamente por culpa de una enfermedad todavía sin cura. Las jornadas en su hogar eran aburridas, monótonas. Sin embargo, a Eduardo no le molestaba. Agradecía no tener que salir de casa para ir al trabajo, pero extrañaba las salidas de fin de semana, los malls y los restaurantes, visitar la casa de su madre con su hermana Mirella, que seguía durmiendo a las 9 de la mañana de un jueves invernal. Mirella se había mudado con él por las facilidades que tenía su departamento, al encontrarse en el centro de la ciudad. Poco a poco, volvieron a acostumbrarse uno del otro luego de tantos años viviendo separados. La enfermedad era algo terrible, sin duda, pero para Eduardo al menos había sido una excusa para acercarse a su hermana.
Como todos los días, se levantó con sueño y un agudo dolor en la oreja. Caminó como pudo hacia el baño y se lavó la cara. Él siempre consideró que el cepillado de dientes estaba muy sobrevalorado y solo lo hacía en ocasiones especiales o cuando el olor era demasiado intenso. Pero decidió que ese día sí se lavaría los dientes. No por ser una ocasión especial ni por el olor que lo molestaba, solo sentía ganas de hacerlo. Mirella nunca le había reclamado sobre su falta de higiene, y Eduardo consideraba que no hacía mal a nadie.
Salió de su habitación y pasó por la puerta de Mirella. Silencio, ella seguiría durmiendo. Hasta altas horas de la noche había escuchado cosas que se movían y el roce del cuerpo de Mirella con sus telas y perfumes. Tocó lentamente la puerta y avisó que prepararía el desayuno. No recordaba la última vez que había limpiado la casa, pero cuando entró a la cocina, era un desorden total. Los platos sucios se amontonaban sobre el lavadero, la abundante basura en la canasta atraía a negras moscas de ojos verdes. Sobre la mesa, los sobres de mantequilla, queso y café eran custodiadas por enormes ejércitos de hormigas. Eduardo siempre fue un hombre con estómago fuerte, pero esa escena le dio escalofríos. Luego recordó que la limpieza era tarea de Mirella.
—¡Mirella —gritó desde la cocina, ignorando el descanso de su hermana mayor—, olvidaste hacer la limpieza! ¡De nuevo!
No se esforzó en volver a gritar, ella no se levantaría para hacer la limpieza. Tomó un trapo y lo mojó antes de ponerle un poco de detergente. Lo pasó fuertemente sobre la mesa para eliminar a las hormigas que aterrorizadas huían de él. Lo juntó todo en una bolsa y utilizó la escoba para barrer todo lo que había caído al piso. Luego vio la pila de platos, cubiertos y tazas sucias que formaban una fortaleza sobre el lavadero, y decidió que solo lavaría lo necesario para desayunar. Tomó su taza favorita, y casi hizo caer cuatro platos al buscar una cuchara y un cuchillo para el pan. Lavó la sartén con desgano y la secó como su madre le había enseñado, para evitar que el aceite salpicara. Y pensó en Catalina, la que había sido su mejor compañía durante los primeros meses de cuarentena. Catalina y su hijo que no permitía a Eduardo ser el único hombre en su vida. Casi se había obligado a compartir el cuerpo de Catalina, y lo único que necesitaba para cerrar el trato era firmar sobre su pecho el acta de amor. Pero ella siempre se resistía a asistir a las reuniones que Eduardo pactaba secretamente. Todo sería un trámite, pensaba Eduardo, pero sería la confirmación de unos términos que beneficiarían a ambas partes. Por un lado, Catalina obtendría la compañía masculina que le hacía falta para criar a su hijo, y Eduardo tendría el favor de la carne que tanto necesitaba.
La cuarentena, la enfermedad y el distanciamiento social fueron especialmente difíciles para el corazón bohemio de Eduardo, acostumbrado a los vicios. A Mirella parecía importarle menos, y a Catalina solo le importaba cuidar a su hijo. Era el escenario perfecto para que Eduardo considerara ese año perdido. Y cientos como él harían lo mismo. Pensar en Catalina casi lo agotó. No por el esfuerzo de pensar en una mujer que quería, sino por recordar las causas, consecuencias y obstáculos que le impedían tenerla. Como un perro que busca algo, pero al verse superado por la adversidad prefiere quedarse en el suelo. Así era Eduardo. Tomó uno de los panes que ya se había acostumbrado a comer y con mucho esfuerzo, con una voluntad casi de hierro, esparció la mantequilla. Una. Dos. Tres. Cuatro capas de grasas y sal, perfectas para iniciar el día. Sin haberse dado cuenta, había puesto la tetera al fuego, en un acto que se le hacía extrañamente mecánico. Cayó en la cuenta de que había olvidado el celular sobre la cama. No es que alguien le haya escrito a esa hora, Catalina seguro estaba preparando el desayuno para su hijo, y los asuntos del trabajo no los atendía hasta las diez.
Se asomó a la ventana para ver el mundo exterior quieto, silencioso, como una enorme fotografía muerta, de cielo gris y edificios con ojos apagados. Así era estar encerrado en el piso siete, en un condominio del centro de la ciudad. Todos los días se paraba en su ventana, pensando qué habría hecho ese día en una situación normal. Un jueves como ese seguramente lo habría pasado en el trabajo, y al salir se escaparía a algún bar cercano para celebrar la llegada del fin de semana. O quizá iría a la tienda de libros, a ver si encontraba el primer número de esa colección de Cortázar que tenía pendiente. O quizá…
El pitido de la tetera lo sacó de sus ensoñaciones. Una bandada de pájaros le recordó que eso que tenía en frente no era una fotografía y regresó a la cocina con paso cansado. Tomó la tetera por el lado que no quemaba y llenó la mitad de una taza con agua caliente, para luego complementarla con agua tibia, café y cinco cucharadas de azúcar. Agarró el pan, espiando a las hormigas que amenazaban las migajas sobre la mesa y tomó un suave desayuno para empezar la mañana. La taza de café casi estaba vacía cuando sintió el olor. Al principio pensó que provenía de la calle, pero poco a poco se dio cuenta que el hedor nacía en la casa. Un olor de putrefacción, seco y áspero, que raspaba su nariz. ¿Siempre había estado ahí? No lo recordaba. Era un hedor completamente desagradable. Olió sus axilas y su entrepierna agachando su cabeza lo más que pudo, pero ese no era su aroma. Era algo más. Se levantó de la silla y con él su ligero desayuno parecía querer volver al mundo exterior. Una náusea terrible amenazó todo su cuerpo, haciéndolo sentir pesado y mareado. Se apoyó en la pared más cercana, frente al pasillo que daba a los cuartos. Caminó lentamente hacia el baño, por si el vómito se presentaba, y el hedor se hacía cada vez más fuerte. Con miedo pero con voluntad, abrió la puerta del baño. Estaba limpio. Ningún resto extraño en la taza o en el piso, y el cesto estaba a la mitad. Entonces el hedor venía de otro lugar.
Siguió adentrándose en el pasillo y el olor era más fuerte. No era su cuarto, estaba seguro. Había dormido ahí y un olor tan desagradable no se formaba en quince minutos. Entonces era Mirella. Pensó que había traído a la casa alguna planta medicinal o un atado de hierbas que se había podrido en algún lado de su habitación. Tocó la puerta con tres golpes secos, ya molesto porque le habían arruinado el desayuno. Adentro no escuchó nada, ni un paso descalzo sobre la alfombra ni el viento corriendo por las ventanas. Volvió a tocar, pero no hubo respuesta. Al poco tiempo empezó a escuchar los latidos de su corazón. Rápidos por la furia, pero calmados por el intenso olor que salía de la habitación de Mirella. Y fue cuando dejó de oír su corazón que pudo escuchar algo detrás de la puerta. Un zumbido constante, mantenido, como la nota de un piano desafinado, que por momentos corría de una esquina a otra, se multiplicaba y formaba un concierto en discordancia detrás de la puerta. Se acercó lo más que pudo a la puerta para oír mejor a la banda desconocida que zumbaba. El olor era demasiado fuerte, y provenía de esa habitación, no había duda. Volvió a tocar y la banda sonora se excitó. Los músicos al otro lado de la madera ahora corrían con sus zumbidos, todos en direcciones opuestas, mientras su música se hacía más insoportable.
Eduardo abrió la puerta lentamente, intentando no hacer ruido. Solo le hizo falta abrirla un poco para encontrarse con decenas de moscas que volaban por toda la habitación de Mirella. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo y cerró la puerta. Por un segundo pensó que el hedor le produjo una alucinación y que había visto más moscas de las que había. Pero el zumbido no mentía, era un ejército de puntos negros con ojos verdes, que volaban por todos los rincones de la habitación de su hermana. Se sentó en el piso, frente a la puerta, a pensar.
¿En verdad había algo que pensar? No podía explicarse de dónde salían tantas moscas. Mirella no acostumbraba a guardar carnes o alguna cosa que pueda producir un olor tan desagradable. Todos los días antes de ese eran muy normales. Se despertaba por la mañana y encontraba a Mirella sentada en la mesa, escuchando música o preparando el desayuno. Luego trabajaba toda la mañana, se turnaban para cocinar y almorzaban juntos, luego seguía trabajando hasta entrada la noche y veía una película, comían algo ligero y luego cada uno iba a dormir. Así había sido por muchos meses, y nunca hubo ningún rastro de moscas o de ese hedor. ¿O sí? Recordaba que unos días atrás, Mirella se había despertado con una ligera gripe acompañada de fiebre. Ambos bromearon con que era la enfermedad, pero sabían que esa posibilidad era muy remota. Se cuidaban y casi no habían tenido contacto con nadie. Luego de la gripe, Mirella mantuvo la fiebre y no se levantó de la cama por un par de días. ¿O fueron tres? En cualquier caso, luego de unos días de reposo en los que Eduardo fue su enfermero personal, no se volvió a hablar del tema. Pero ¿habían vuelto a hablar desde entonces? No lo recordaba. Las últimas semanas con Mirella habían sido solitarias, calladas, sin la vibra que ella despedía en toda la casa con sus pies descalzos. Y el olor, jamás había olido algo tan desagradable, como si algo se estuviera pudriendo… Casi tumbó la puerta cuando se levantó de un salto. Algo se estaba pudriendo en esa habitación.
Las moscas alertaron rápidamente su presencia y empezaron a zumbar inquietas. Eduardo sentía un escalofrío que hacía encorvar su espalda, pero luchó como pudo contra ese sentimiento de asco para alejar a las moscas. Tomó una manta del cesto de ropa sucia y empezó a soltar golpes en el aire. Seguramente las moscas no morirían, pero las podría apartar. Abrió la ventana lo más que pudo y apartó las cortinas para darles a las moscas más escapes. El asco seguía presionando su cuerpo mientras más tiempo pasaba en la habitación. Con el mismo trapo con el que ahuyentó a las moscas se cubrió la nariz para mitigar el olor.
Todo en la habitación estaba ordenado, como era Mirella. El escritorio estaba libre y toda su ropa doblada en el ropero. Nada obstaculizaba sus pasos en el suelo y en su repisa de cosméticos todo estaba en orden, salvo por la mascarilla y el frasco de alcohol que siempre estaban a la mano. Incluso la cama estaba ordenada... O eso pensó, ya que solo la había visto de reojo, pero cuando la estudió con más atención, el aire se le escapó del cuerpo. Sobre la cama, cubierta con una manta azul muy sucia, se adivinaba la silueta de una mujer, casi perfectamente escondida salvo por sus pies que asomaban fuera de la manta. Volvió la náusea y el mareo cuando descubrió que los dedos eran completamente negros y verduscos. Las uñas casi se habían caído y la carne estaba pegada a los huesos, dejando notar las pocas venas que mantenían su forma. Las moscas se posaban en esa piel muerta y el hedor fue más fuerte cuando Eduardo se paró al borde de la cama sin darse cuenta. No sabía si era el olor o la presunción de saber lo que estaba pasando, pero todo se volvió automático, como quien visita a alguien cada cierto tiempo para realizar las mismas preguntas y decir los mismos comentarios siempre. Su mano temblaba y tardó más de lo que hubiese esperado en tocar la sábana para apartarla del rostro de Mirella.
Con una mueca burlona, Mirella yacía muerta, con la piel oscurecida en su avanzado estado de putrefacción. Los gusanos se paseaban por sus inertes expresiones, su nariz y los agujeros oscuros donde debían estar sus ojos. Su cabello y sus dientes casi habían desaparecido, su boca era un hoyo negro en el que nadaban toda clase de alimañas que nacían en sus entrañas para contaminar el mundo. Eduardo retrocedió hasta la pared. Sentía que el aire se le escapaba por cada uno de sus poros. La habitación se había vuelto borrosa, inundada de la tristeza de perder a su hermana en su propia casa. Todo era nuboso, como no estar en ese lugar en ese momento. Las imágenes volaban dentro de su cabeza. Verse en esa habitación desde la perspectiva de una de las paredes o algún zapato en la estantería. Era otro el que recorrió antes la habitación y con los mismos gestos mecanizados había descubierto el cuerpo de Mirella, una y otra vez. El olor y las moscas desaparecieron sin ruido, y solo quedó el dolor y el llanto que hinchaba sus ojos. Y el cuerpo de su hermana que descansaba en la tortura eterna de la muerte.
Después de varias horas, Eduardo despertó sentado en una silla frente al escritorio. La noche ya había caído y se posó en toda la habitación. Había llorado tanto que todo el mantel a su alrededor estaba húmedo. Tenía la cara marcada por el tejido y su nariz estaba congestionada. No sabía por qué, pero estaba muy cansado. Y más extraño le pareció estar en la habitación de Mirella. Miró hacia la cama y ella dormía silenciosamente, cubierta con su sábana y un par de velas aromáticas para la relajación, según le había comentado una vez. Unas moscas se paseaban por la habitación, así que, intentando hacer el menor ruido posible, las ahuyentó con un polo que tenía a la mano y cerró la ventana.
Todo en la habitación era nuboso, como cubierto por una niebla densa y oscura. Le dolía la cabeza y ya no tenía fuerzas para pensar. Ordenó lo mejor que pudo el escritorio sobre el que se había quedado dormido, y dejó la habitación para que Mirella pudiera descansar. Se movió lentamente hacia la cocina para tomar un vaso con agua y de no haber estado tan cansado, se habría molestado con Mirella por no lavar los servicios en todo el día. Gruñó y agarró una de las copas de vino para servirse. Caminó casi arrastrando los pies hacia su habita-ción y cuando cerró la puerta, todo el mundo exterior había quedado en el olvido.
Y Catalina cuidaba a su hijo, pero pensando en Eduardo.
Y Mirella dormía en la habitación entre sus velas aromáticas.
Y a Eduardo la cuarentena se le antojaba larga y pesada. Su vida, la vida de todos, había cambiado completamente por culpa de una enfermedad todavía sin cura.